Llora la tierra.
Lágrimas negras que surcan el barro.
Abren grietas en el horizonte y un sol hipócrita sale de nuevo.
Pero la tierra sigue triste.
Le han matado a sus hijos centenares de veces,
aquellos ajenos que la compran, la venden,
le construyen torres encima, shoppings, oficinas.
A la tierra le duele la ausencia de tantos nombres,
que se le han hecho de piedra los pensamientos.
Pesados, duros, inamovibles.
Porque es desde siempre la misma proesa,
y será para siempre la misma utopía,
hasta que sus tallos logren romper con tanta mierda.
La tierra se embronca y se hace monte
y se pierde en la espesura
y se enrieda en las yungas gritando como ave de guerra.
La tierra acuna a sus hijos caídos
con la esperanza de que los nuevos tallos logren florecer al fin
y desterrar la peste.
Late bajo el cemento el sentimiento.
Corren en los riachos, todos los sueños.
Nacen en cada rancho todos los nietos,
los de la tierra,
los del silencio,
que se harán grito,
que se hará fuego.
Y será la tierra al fin y al cabo,
la que motorice el final en lo inmediato,
el final de los hombres avaros,
el final de quiénes la maltratan,
de quiénes la revientan y la arrebatan.
Es momento de volver al origen,
a la tierra nuestra,
a nosotros tierra,
es momento de reacciones violentas,
de volverse selva,
de mover la tierra,
de regar la siembra
y que al fin florezca.
Está patria grande.
Está madre tierra.
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